Daniel E. Rodríguez C, M.A. (Químico-farmacéutico).
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LAS MOLÉCULAS
Materia Orgánica
El término molécula (de la palabra latina que significa «masa pequeña») originalmente se aplicó a la última unidad indivisible de una sustancia. Y, en cierto sentido, es una partícula simple, debido a que no puede desintegrarse sin perder su identidad. En efecto, una molécula de azúcar o de agua puede dividirse en átomos o grupos simples, pero en este caso deja de ser azúcar o agua. Incluso una molécula de hidrógeno pierde sus características propiedades químicas cuando se escinde en sus dos átomos de hidrógeno constituyentes.
Del mismo modo como el átomo ha sido motivo de gran excitación en la Física del siglo xx, así la molécula fue el sujeto de descubrimientos igualmente excitantes en la Química. Los químicos han sido capaces de desarrollar imágenes detalladas de la estructura de moléculas incluso muy complejas, de identificar el papel desempeñado por moléculas específicas en los sistemas vivos, de crear elaboradas moléculas nuevas, y de predecir el comportamiento de la molécula de una estructura dada con sorprendente exactitud.
Hacia mediados de este siglo, las complejas moléculas que forman las unidades clave de los tejidos vivos, las proteínas o los ácidos nucleicos, fueron estudiadas con todas las técnicas puestas a disposición por una Química y una Física avanzadas. Las dos Ciencias, «Bioquímica» (el estudio de las reacciones químicas que tienen lugar en el tejido vivo) y «Biofísica» (el estudio de las fuerzas y fenómenos físicos implicados en los procesos vivos), confluyeron para formar una nueva disciplina: la «Biología molecular». A través de los hallazgos de la Biología molecular, la Ciencia moderna ha logrado, en una sola generación de esfuerzos, todo salvo definir exactamente dónde se halla la frontera entre lo vivo y lo inanimado.
Pero, hace menos de un siglo y medio, no se comprendía siquiera la estructura de la molécula más sencilla.
Casi todo lo que los químicos de comienzos del siglo XIX podían hacer era dividir la materia en dos grandes categorías. Desde hacía tiempo se habían percatado (incluso en los días de los alquimistas) de que las sustancias pertenecían a dos clases claramente distintas, por lo que se refería a su respuesta al calor. Un grupo —por ejemplo, sal, plomo, agua— permanecía básicamente inalterado después de ser calentado. La sal podía volverse incandescente cuando se calentaba, el plomo se fundía, el agua se evaporaba —pero al enfriarse de nuevo a la temperatura de partida volvían a adquirir su forma original, nada peor, aparentemente, para su experiencia—. Por otra parte, el segundo grupo de sustancias —por ejemplo, el azúcar, el aceite de oliva— cambiaban de forma permanente, por la acción del calor. El azúcar se acaramelaba al calentarse y permanecía carbonizado después de enfriarse; el aceite de oliva se evaporaba y este vapor no se condensaba al enfriarse. Eventualmente, los científicos notaron que las sustancias resistentes al calor procedían por lo general del mundo inanimado del aire, océano, y suelo, mientras que las sustancias combustibles procedían del mundo vivo, bien directamente de la materia viva o de sus restos muertos. En 1807, el químico sueco Jöns Jakob Berzelius denominó «orgánicas» a las sustancias combustibles (debido a que derivaban, directa o indirectamente, de los organismos vivos) y a todas las demás «inorgánicas».
Inicialmente, la Química centró su atención sobre las sustancias inorgánicas. El estudio del comportamiento de los, gases inorgánicos condujo al desarrollo de la teoría atómica. Una vez se estableció tal teoría, se aclaró pronto la naturaleza de las moléculas inorgánicas. El análisis mostró que las moléculas inorgánicas consistían, por lo general, en un pequeño número de átomos diferentes en proporciones definidas. La molécula de agua contenía dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno; la molécula de sal contenía un átomo de sodio y uno de cloro; el ácido sulfúrico contenía dos átomos de hidrógeno, uno de azufre. Y cuatro de oxígeno, etc.
Cuando los químicos comenzaron a analizar las sustancias orgánicas, el cuadro que se les ofreció parecía ser totalmente distinto. Las sustancias podían tener exactamente la misma composición y, no obstante, mostrar propiedades muy distintas. (Por ejemplo, el alcohol etílico está compuesto de 2 átomos de carbono, 1 átomo de oxígeno y 6 átomos de hidrógeno; también está compuesto así el éter dimetílico. No obstante, uno es un líquido a la temperatura ambiente, mientras que el otro es un gas.)
Las moléculas orgánicas contenían muchos más átomos que las inorgánicas simples, y parecían combinadas sin demasiada lógica. Simplemente, los compuestos orgánicos no podían explicarse por las sencillas leyes de la Química, a las que tan maravillosamente se adaptaban las sustancias inorgánicas. Berzelius decidió que la química de la vida era algo distinto, algo que obedecía a su propia serie de sutiles reglas. Sólo el tejido vivo —afirmó—. Podría crear un compuesto orgánico. Su punto de vista es un ejemplo del «vitalismo».
¡Luego, en 1828, el químico alemán Friedrich Wöhler, un discípulo de Berzelius, produjo una sustancia orgánica en el laboratorio! La obtuvo al calentar un compuesto denominado cianato amónico, que era considerado en general como inorgánico. Wöhler se quedó estupefacto al descubrir que, al ser calentado, ese material se convertía en una sustancia blanca idéntica en sus propiedades a la «urea», un compuesto de la orina. Según las teorías de Berzelius, sólo el riñón vivo podía formar la urea, y Wöhler la acababa de producir a partir de una sustancia inorgánica, simplemente al aplicarle algo de calor. Wöhler repitió la experiencia muchas veces, antes de atreverse a publicar su descubrimiento. Cuando finalmente lo hizo, Berzelius y otros, al principio, rehusaron creerlo. Pero otros químicos confirmaron los resultados. Además de eso, lograron sintetizar muchos otros compuestos orgánicos a partir de precursores inorgánicos. El primero en lograr la producción de un compuesto orgánico a partir de sus elementos fue el químico alemán Adolf Wilhelm Hermann Kolbe, quien, en 1845, produjo ácido acético de esta forma. Fue realmente esto lo que puso punto final a la versión vitalista de Berzelius. Cada vez se hizo más y más evidente que las mismas leyes químicas se aplicaban por igual a las moléculas inorgánicas. Eventualmente, se ofreció una sencilla definición para distinguir entre las sustancias orgánicas y las inorgánicas: todas las sustancias que contenían carbono (con la posible excepción de unos pocos compuestos sencillos, tales como el dióxido de carbono) se denominaron orgánicas; las restantes eran inorgánicas.
Para poder enfrentarse con éxito a la compleja Química nueva, los químicos precisaban un simple método de abreviatura para representar los compuestos, y, afortunadamente, ya Berzelius había sugerido un sistema de símbolos conveniente y racional. Los elementos fueron designados mediante las abreviaturas de sus nombres latinos. Así C sería el símbolo para el carbono, O para el oxígeno, H para el hidrógeno, N para el nitrógeno, S para el azufre, P para el fósforo, etc... Cuando dos elementos comenzaban con la misma letra, se utilizaba una segunda letra para distinguirlos entre sí: por ejemplo, Ca para el Calcio, Cl para el cloro, Cd para el cadmio, Co para cobalto, Cr para el cromo, etc. Sólo en unos pocos casos, los nombres latinos o latinizados (y las iniciales) son distintos de las españolas, así: el hierro (ferrum) tiene el Fe; la plata (argentum), el Ag; el oro (aurum), el Au; el cobre (cuprum), el Cu; el estaño (stannum), el Sn; el mercurio (hydragyrum), el Hg; el antimonio (stibium), el Sb; el sodio (natrium), el Na; y el potasio (kalium), el K. Con este sistema es fácil simbolizar la composición de una molécula. El agua se escribe H2O (indicando así que la molécula consiste de dos átomos de hidrógeno y un átomo de oxígeno); la sal, NaCl; el ácido sulfúrico, H2SO4, etc. A ésta se la denomina la «fórmula empírica» de un compuesto; indica de qué está formado el compuesto pero no dice nada acerca de su estructura, es decir, la forma en que los átomos de la molécula se hallan unidos entre sí.
El barón Justus von Liebig, un colaborador de Wöhler, se dedicó al estudio de la composición de una serie de sustancias orgánicas, aplicando el «análisis químico» al campo de la Química orgánica. Calentaba una pequeña cantidad de una sustancia orgánica y retenía los gases formados (principalmente CO2 y vapor de agua, H2O) con sustancias químicas apropiadas. Luego pesaba las sustancias químicas utilizadas para captar los productos de combustión, al objeto de ver cómo había aumentado su peso a causa de los productos captados. A partir del peso podía determinar la cantidad de carbono, hidrógeno y oxígeno existentes en la sustancia original. Luego era fácil calcular, a partir de los pesos atómicos, el número de cada tipo de átomo en la molécula. De esta forma, por ejemplo, estableció que la molécula del alcohol etílico tenía la fórmula C2H6O.
El método de Liebig no podía medir el nitrógeno presente en los compuestos orgánicos, pero el químico francés Jean-Baptiste-André Dumas ideó un método de combustión que recogía el nitrógeno gaseoso liberado a partir de las sustancias. Hizo uso de este método para analizar los gases de la atmósfera, con una exactitud sin precedentes, en 1841.
Los métodos del «análisis orgánico» se hicieron cada vez más y más precisos hasta alcanzar verdaderos prodigios de exactitud con los «métodos microanalíticos» del químico austríaco Fritz Pregl. Éste ideó técnicas, a principios de 1900, para el análisis exacto de cantidades de compuestos orgánicos que apenas se podían distinguir a simple vista, y, a consecuencia de ello, recibió el premio Nobel de Química en 1923.
Desgraciadamente, la simple determinación de las fórmulas empíricas de los compuestos orgánicos no permitía dilucidar fácilmente su química. Al contrario que los compuestos inorgánicos, que usualmente consistían de 2 ó 3, o, a lo sumo, de una docena de átomos, las moléculas orgánicas eran con frecuencia enormes. Liebig halló que la fórmula de la morfina era C17H19O3N y la de la estricnina C21H22O2N2.
Los químicos apenas sabían qué hacer con moléculas tan grandes, ni cómo iniciar o acabar sus fórmulas. Wöhler y Liebig intentaron agrupar los átomos en agregados más pequeños denominados «radicales», al tiempo que elaboraron teorías para demostrar que diversos compuestos estaban formados por radicales específicos en cantidades y combinaciones diferentes. Algunos de los sistemas fueron sumamente ingeniosos, pero en realidad ninguno aportaba suficiente explicación. Fue particularmente difícil explicar por qué compuestos con la misma fórmula empírica, tales como el alcohol etílico y el dimetil éter, poseían diferentes propiedades.
Este fenómeno fue dilucidado por vez primera hacia 1820 por Liebig y Wöhler. El primero estudiaba un grupo de compuestos llamados «fulminatos», mientras que Wöhler examinaba un grupo denominado «isocianatos»; ambos grupos resultaron tener las mismas fórmulas empíricas: por así decirlo, los elementos se hallaban presentes en proporciones iguales. Berzelius, el dictador químico en aquella época, fue informado de esta particularidad, pero rechazó aceptar tal creencia hasta que, en 1830, él mismo descubrió algunos ejemplos. Denominó a tales compuestos, de diferentes propiedades pero con elementos presentes en las mismas proporciones, «isómeros» (a partir de las palabras griegas que significan «partes iguales»). La estructura de las moléculas orgánicas era realmente un verdadero rompecabezas en aquellos días.
Los químicos, perdidos en esta jungla de la Química orgánica, comenzaron a ver un rayo de luz, en 1850, al descubrir que un determinado átomo se podía combinar solamente con un cierto número de otros átomos. Por ejemplo, el átomo de hidrógeno aparentemente se podía unir sólo a un único átomo de otro elemento: formaría ácido clorhídrico, HCl, pero nunca HCl2. De manera similar, el cloro y el sodio solamente podrían unirse a otro átomo, formando en este caso el NaCl. Por otra parte, un átomo de oxígeno podría unirse a dos átomos de otro elemento: por ejemplo, H2O. El nitrógeno podría unirse a tres: por ejemplo, NH3 (amoníaco). Y el carbono podía combinarse hasta con cuatro: por ejemplo, Cl4C (tetracloruro de carbono).
En resumen, parecía como si cada tipo de átomo tuviera un cierto número de ganchos mediante los cuales pudiera unirse a otros átomos. El químico inglés Edward Frankland denominó a estos ganchos enlaces de «valencia», a partir de una palabra latina que significa «poder», para significar los poderes de combinación de los elementos.
El químico alemán Friedrich August Kekulé von Stradonitz, verificó que, si se asignaba al carbono una valencia de 4 y si se suponía que los átomos de carbono podían utilizar aquellas valencias, al menos en parte, para unirse en cadenas, en este caso podría dibujarse un mapa a través de aquella jungla orgánica. Su técnica fue perfeccionada haciéndola más visual gracias a la sugerencia de un químico escocés, Archibald Scott Couper, según la que estas fuerzas de combinación de los átomos («enlaces», tal como generalmente se las denomina) se representan en la forma de pequeños guiones. De esta manera, las moléculas orgánicas podrían edificarse al igual que muchos juegos de estructuras «engarzables».
En 1861, Kekulé publicó un texto con muchos ejemplos de este sistema, que demostró su conveniencia y valor. La «fórmula estructural» se convirtió en el sello del químico orgánico.
Por ejemplo, las moléculas del metano (CH4), el amoníaco (NH3), y el agua (H2O), respectivamente, podían ser representadas de esta forma:
Las moléculas orgánicas podían representarse como cadenas de átomos de carbono con átomos de hidrógeno unidos a los lados. Así el butano (C4H10) tendría la estructura:
El oxígeno o el nitrógeno podían entrar a formar parte de la cadena de la siguiente manera, representando a los compuestos alcohol metílico (CH4O) y metilamina (CH5N) respectivamente, de la forma siguiente:
Un átomo que poseyera más de un gancho, tal como el carbono, con cuatro de ellos, no precisaba utilizar cada uno para un átomo distinto: podía formar un enlace doble o triple con uno de sus vecinos, como en el etileno (C2H4) o el acetileno (C2H2):
Entonces podía apreciarse fácilmente cómo dos moléculas podían tener el mismo número de átomos de cada elemento y, no obstante, diferir en sus propiedades. Los dos isómeros debían diferir en la disposición de los átomos. Por ejemplo, las fórmulas estructurales del alcohol etílico y el dimetil éter, respectivamente, podían escribirse:
Cuanto mayor es el número de átomos en una molécula, tanto mayor es el número de disposiciones posibles y por tanto el número de isómeros. Por ejemplo, el heptano, una molécula constituida por 7 átomos de carbono y 16 átomos de hidrógeno, puede ser dispuesta en nueve formas distintas; en otras palabras, pueden existir nueve diferentes heptanos, cada uno con sus particulares propiedades. Estos nueve isómeros se asemejan considerablemente entre sí, pero es sólo una semejanza aparente. Los químicos han preparado la totalidad de estos nueve isómeros, pero nunca han conseguido hallar un décimo isómero, lo que constituye una buena demostración en favor del sistema de Kekulé.
Un compuesto que contenga 40 átomos de carbono y 82 átomos de hidrógeno podrá mostrar 62.5 billones de disposiciones distintas o isómeros. Y una molécula orgánica de este tamaño no es en modo alguno infrecuente.
Sólo los átomos de carbono pueden unirse entre sí para formar largas cadenas. Otros átomos pueden formar una cadena a lo sumo de una docena y media de unidades. Este es el motivo por el cual las moléculas inorgánicas son en general sencillas, y por qué raras veces tienen isómeros. La mayor complejidad de la molécula orgánica introduce tantas posibilidades de isomería, que casi se conocen dos millones de compuestos orgánicos, formándose diariamente otros nuevos, mientras que se espera descubrir un número virtualmente ilimitado de ellos.
En la actualidad, las fórmulas estructurales son utilizadas universalmente como guías visuales indispensables de la naturaleza de las moléculas orgánicas. Como abreviatura, a menudo los químicos escriben la fórmula de la molécula en términos de los grupos de átomos («radicales») que la constituyen, tales como los radicales metilo (CH3) y metileno (CH2). Así la fórmula del butano puede escribirse como CH3CH2CH2CH3.
Los Detalles De La Estructura
En la segunda mitad del siglo XIX, los químicos descubrieron un tipo de isomerismo particularmente sutil que demostró tener una gran importancia en la química de los seres vivos. El descubrimiento surgió del singular efecto asimétrico que ciertos compuestos orgánicos tenían sobre los rayos de luz que pasaban a su través.
Una sección transversal de un rayo de luz ordinaria mostraría que las ondas de las que consiste vibran en todos los planos: hacia arriba y abajo, de lado a lado, y oblicuamente. A esta luz se la denomina «no polarizada». Pero cuando la luz pasa a través de un cristal de la sustancia transparente llamada espato de Islandia, por ejemplo, es refractada de tal forma que la luz emerge «polarizada». Es como si la disposición de los átomos en el cristal permitiera que pasaran a su través sólo ciertos planos de vibración (del mismo modo como los barrotes de una valla pueden permitir el paso a su través de una persona que se deslice entre ellos de lado, mientras no dejarán pasar a una que intente hacerlo de frente). Existen dispositivos, tales como el «prisma de Nicol», inventado por el físico escocés William Nicol en 1829, que permite el paso de la luz en sólo un plano. Ahora ha sido remplazado éste, para la mayoría de sus usos, por materiales tales como el Polaroid (cristales de un complejo de sulfato de quinina y yodo, alineados con los ejes paralelos y embebidos en nitrocelulosa), producido por vez primera hacia 1930 por Edwin Land.
La luz reflejada, a menudo está parcialmente polarizada en un plano, tal como fue descubierto por vez primera en 1808 por el físico francés Étienne-Louis Malus. (Él inventó el término «polarización», al aplicar la observación de Newton acerca de los polos de las partículas de luz, una ocasión en la que Newton se equivocó, aunque de todas formas el nombre persistió.) El resplandor de la luz reflejada por las ventanas de los edificios y automóviles, y aún de las autopistas pavimentadas, puede, por tanto, ser reducido hasta niveles tolerables mediante el empleo de gafas de sol con cristales «Polaroid».
A principios del siglo XIX, el físico francés Jean-Baptiste Biot había descubierto que, cuando la luz polarizada en un plano pasaba a través de cristales de cuarzo, el plano de polarización giraba. Es decir, la luz que penetraba vibrando en un plano emergía vibrando en un plano distinto. A una sustancia que muestra ese efecto se dice que es «ópticamente activa». Algunos cristales de cuarzo giraban el plano en el sentido de las agujas del reloj («rotación dextrógira») y algunos en sentido contrario al del giro de las agujas del reloj («rotación levógira»).
Biot halló que ciertos compuestos orgánicos, tales como el alcanfor y el ácido tartárico, hacían lo mismo. Pensó, asimismo, que algún tipo de asimetría en la disposición de los átomos en las moléculas era responsable de la rotación experimentada por la luz. Pero, durante varios decenios, esta sugerencia siguió siendo una simple especulación.
En 1844, Louis Pasteur (que entonces tenía sólo veintidós años de edad) estudió esta interesante cuestión.
Investigó dos sustancias: el ácido tartárico y el «ácido racémico». Ambos tenían la misma composición química, pero el ácido tartárico giraba al plano de la luz polarizada, mientras que el racémico no lo hacía. Pasteur sospechó que los cristales de las sales del ácido tartárico eran asimétricos y los del racémico, simétricos. Al examinar al microscopio ambas series de cristales comprobó, con sorpresa, que ambas eran asimétricas. Pero los cristales de la sal del ácido racémico mostraban dos tipos de asimetría. La mitad de ellos eran de la misma forma que los de la sal del ácido tartárico (tartrato), y la otra mitad eran sus imágenes especulares. Por así decirlo, la mitad de los cristales de la sal del ácido racémico (racemato) eran zurdas, y la otra mitad, diestras.
Tediosamente, Pasteur separó ambas clases de cristales del racemato y luego disolvió separadamente cada una de ellas e hizo pasar la luz a través de cada solución. Ciertamente, la solución de los cristales que poseían la misma asimetría que los cristales de tartrato giraban el plano de la luz polarizada al igual que lo hacía el tartrato, manifestando la misma rotación específica. Aquellos cristales eran de tartrato. La otra serie de cristales giraban al plano de la luz polarizada en la dirección opuesta, con el mismo grado de rotación. El motivo por el cual el racemato original no determinaba la rotación de la luz era, por lo tanto, que las dos tendencias opuestas se neutralizaban entre sí.
Seguidamente, Pasteur volvió a convertir los dos tipos distintos de sal racemato en ácido, por adición de iones de hidrógeno a las soluciones respectivas. (Una sal es un compuesto en el cual algunos iones de hidrógeno de la molécula del ácido son remplazados por otros iones cargados positivamente, tales como los de sodio o potasio.) Halló que cada uno de esos ácidos racémicos eran entonces ópticamente activos —girando uno la luz polarizada en la misma dirección que el ácido tartárico lo hacía— (pues era el ácido tartárico) y el otro en la dirección opuesta.
Se hallaron otros pares de tales compuestos especulares («enantiomorfos», dos palabras griegas que significan «formas opuestas»). En 1863, el químico alemán Johannes Wislicenus halló que el ácido láctico (el ácido de la leche agria) formaba un par del mismo tipo. Además, mostró que las propiedades de las dos formas eran idénticas, salvo por su acción sobre la luz polarizada. Esto ha resultado ser una propiedad general para las sustancias enantiomorfas.
Estupendo, pero, ¿en dónde radicaba la asimetría? ¿Qué ocurría en las dos moléculas que determinaba que cada una de ellas fuera la imagen especular de la otra? Pasteur no pudo decirlo, y aunque Biot, que había sugerido la existencia de la asimetría molecular, vivió hasta los 88 años, no lo hizo lo suficiente como para ver confirmada su intuición.
En 1874, doce años después de la muerte de Biot, se ofreció finalmente una respuesta. Dos jóvenes químicos, un holandés de veintidós años de edad, llamado Jacobus Hendricus Van't Hoff y un francés de treinta y siete años llamado Joseph-Achille le Bel, independientemente aportaron una nueva teoría de los enlaces de valencia del carbono, que explicaba cómo podían estar construidas las moléculas enantiomorfas. (Más tarde en su carrera, Van't Hoff estudió el comportamiento de las sustancias en solución y mostró cómo las leyes que gobernaban su comportamiento se asemejaban a las leyes que gobernaban el comportamiento de los gases. Por este logro fue el primer hombre al que, en 1901, se le concedió el premio Nobel de Química.)
Kekulé había dibujado los cuatro enlaces del átomo de carbono en el mismo plano, no necesariamente debido a que ésta fuera la forma como se hallaba realmente dispuesto, sino porque aquél era el modo conveniente de dibujarlos sobre una lámina de papel. Entonces Van't Hoff y Le Bel sugirieron un modelo tridimensional, en el que los enlaces se hallaban dirigidos en dos planos perpendiculares entre sí, dos en un plano y dos en el otro. Una buena forma de obtener una imagen de esto es suponer que el átomo de carbono se halla apoyado en tres cualesquiera de sus enlaces como si fueran piernas, en cuyo caso el cuarto enlace se dirigía verticalmente hacia arriba (ver el dibujo más adelante). Si supone usted que el átomo de carbono se halla en el centro de un tetraedro (una figura geométrica con cuatro caras triangulares), entonces los cuatro enlaces se dirigirán hacia los cuatro vértices de la figura, motivo por el cual el modelo se denomina el «átomo de carbono tetraédrico».
Ahora, permítasenos unir a estos cuatro enlaces dos átomos de hidrógeno, un átomo de cloro y un átomo de bromo. Independientemente de cuál es el átomo que unimos a un enlace, siempre obtenemos la misma disposición. Inténtelo y véalo. Se podrían representar los cuatro enlaces con cuatro palillos de los dientes insertados en un malvavisco (el átomo de carbono), en los ángulos adecuados. Ahora suponga que pincha dos olivas negras (los átomos de hidrógeno), una oliva verde (el cloro) y una cereza (bromo) en los extremos de los palillos, en cualquier orden. Digamos que, ahora, cuando se hace descansar esta estructura sobre tres patas, con una oliva negra en la cuarta, dirigida hacia arriba, el orden de las tres patas en la dirección de giro de las agujas de un reloj es oliva negra, oliva verde, cereza. Ahora puede girar la oliva verde y la cereza, de tal modo que el orden sea oliva negra, cereza, oliva verde. Pero, entonces, todo lo que necesita hacer para ver el mismo orden es girar la estructura de tal modo que la oliva negra que se hallaba en una de las patas se dirija hacia arriba en el aire, y aquella que se hallaba en el aire descanse sobre la mesa. Ahora el orden de las patas volverá a ser oliva negra, oliva verde, cereza.
En otras palabras, cuando por lo menos dos de los cuatro átomos (o grupos de átomos) unidos a los cuatro enlaces de carbono son idénticos, sólo es posible una disposición estructural. (Evidentemente esto es también así cuando son idénticos tres de ellos o la totalidad de los cuatro elementos unidos.)
Pero cuando la totalidad de los cuatro átomos (o grupos de átomos) unidos son distintos, la situación es diferente. En semejante caso son posibles dos disposiciones estructurales distintas, siendo una la imagen especular de la otra. Por ejemplo, supongamos que pincha una cereza en la pata dirigida hacia arriba y una oliva negra, una oliva verde y una cebollita para cóctel en las tres patas.
Si ahora gira la oliva negra y la oliva verde de tal modo que el orden en el sentido de giro de las agujas de reloj sea oliva verde, oliva negra, cebollita; no hay forma de que pueda girar la estructura para obtener el orden de oliva negra, oliva verde, cebollita, tal como la que existía antes que realizara el giro. Así, con cuatro elementos distintos unidos, siempre podrá formar dos estructuras distintas, siendo una de ellas la imagen especular de la otra. Inténtelo y lo comprobará.
De este modo, Van't Hoff y Le Bel resolvieron el misterio de la asimetría de las sustancias ópticamente activas. Las sustancias enantiomorfas, que giran la luz en direcciones opuestas, son sustancias que contienen átomos de carbono con cuatro átomos o grupos de átomos distintos unidos a los enlaces. Una de las dos posibles disposiciones de estos cuatro elementos enlazados gira la luz polarizada hacia la derecha; la otra la gira hacia la izquierda.
Más y más pruebas confirmaron maravillosamente el modelo tetraédrico del átomo de carbono de Van't Hoff y Le Bel y, hacia 1885 su teoría fue universalmente aceptada (gracias, en parte, al entusiasta apoyo del respetado Wislicenus).
La noción de la estructura tridimensional también fue aplicada a átomos distintos del carbono. El químico alemán Viktor Meyer aplicó satisfactoriamente dicha idea al nitrógeno, mientras que el químico inglés William Jackson Pope la aplicó al azufre, selenio y estaño. El químico suizo-alemán Alfred Werner añadió otros elementos, y, además, empezando en los años 90 del siglo XIX, elaboró una «teoría de la coordinación», en la que se explicaba la estructura de las sustancias inorgánicas complejas, al considerar cuidadosamente la distribución de los átomos y grupos atómicos en torno a algún átomo central. Por esta labor se le concedió a Werner el premio Nobel de Química, en 1913.
Los dos ácidos racémicos que Pasteur había aislado fueron denominados el ácido d-tartárico (de «dextrorrotación») y ácido l-tartárico (por «levorrotación»), y se escribieron fórmulas estructurales enantiomorfas para ellos. Pero, ¿cuál era cuál? ¿Cuál era realmente el compuesto dextrógiro y cuál el levógiro? En aquel entonces no había manera de decirlo.
Al objeto de proporcionar a los químicos un patrón modelo de comparación, para poder distinguir las distancias dextrógiras de las levógiras, el químico alemán Emil Fischer eligió un compuesto sencillo denominado «gliceraldehído», relacionado con los azúcares, que se encontraba entre los compuestos ópticamente activos estudiados con mayor amplitud. Arbitrariamente, asignó el carácter levorrotatorio a una forma que él denominó L-gliceraldehído, y el carácter dextrorrotatorio a su imagen especular, denominada el D-gliceraldehído. Sus fórmulas estructurales fueron:
Cualquier compuesto que mostrara por métodos químicos apropiados (más bien cuidadosos) que tenía una estructura relacionada con el L-gliceraldehído se consideraría que pertenecería a «la serie L» y tendría el prefijo «L» unido a su nombre, independientemente de si era levorrotatorio o dextrorrotatorio, por lo que a la luz polarizada se refería. Así resultó que la forma levorrotatoria del ácido tartárico pertenecía a la serie D en vez de a la serie L. (No obstante, un compuesto que pertenezca estructuralmente a la serie D, pero haga girar, la luz hacia la izquierda, tiene su nombre ampliado con los prefijos «D (-)». De forma semejante tenemos «D (+)», «L (-)» y «L (+)».)
Esta preocupación con las minucias de la actividad óptica ha resultado ser algo más que una cuestión de curiosidad malsana. Ocurre que casi la totalidad de los compuestos que existen en los organismos vivos contienen átomos de carbono asimétrico. Y, en cada caso, el organismo sólo utiliza una de las dos formas enantiomorfas del compuesto. Además, compuestos similares pertenecen por lo general a la misma serie. Por ejemplo, virtualmente la totalidad de los azúcares simples hallados en los tejidos vivos pertenecen a la serie D, mientras que virtualmente todos los aminoácidos, «los sillares de las proteínas», pertenecen a la serie L.
En 1955, un químico llamado J. M. Bijvoet determinó finalmente qué estructura tendía a hacer girar la luz polarizada a la izquierda y viceversa. Se puso de manifiesto que Fischer había, por casualidad, acertado en la denominación de las formas levorrotatoria y dextrorrotatoria.
Algunos años después del establecimiento seguro del sistema de Kekulé de las formas estructurales, se resistió a la formación un compuesto con una molécula relativamente simple. Este compuesto era el benceno (descubierto en 1825 por Faraday). Las pruebas químicas mostraban que consistía de 6 átomos de carbono y 6 átomos de hidrógeno. ¿Qué ocurría con los restantes enlaces de carbono? (Seis átomos de carbono unidos unos a otros por enlaces simples podrían unir catorce átomos de hidrógeno, y lo hacen en el compuesto bien conocido denominado hexano, C6H14). Evidentemente, los átomos de carbono del benceno se hallaban unidos entre sí por enlaces dobles o triples. Así, el benceno podría tener una estructura tal como . Pero el problema era que los compuestos conocidos con tal tipo de estructura tenían propiedades totalmente distintas a las del benceno. Además, todas las pruebas químicas parecían indicar que la molécula de benceno era muy simétrica, y 6 carbonos y 6 hidrógenos no podían disponerse en una cadena en una forma razonablemente simétrica.
En 1865, el propio Kekulé aportó la respuesta. Refirió algunos años más tarde que la visión de la molécula del benceno le vino mientras se hallaba en un coche y soñaba medio dormido. En su sueño, las cadenas de átomos de carbono parecían adquirir vida y danzar ante sus ojos, y luego, bruscamente, uno se enroscó sobre sí, mismo como una serpiente. Kekulé se despertó de su sueño al ponerse en marcha el vehículo, y podría haber gritado «¡eureka!». Tenía la solución: la molécula de benceno era un anillo. Kekulé sugirió que los 6 átomos de carbonó de la molécula se hallaban dispuestos de la manera siguiente:
Aquí, al menos, se hallaba la simetría requerida. Explicaba, entre otras cosas, por qué la sustitución por otro átomo de uno de los átomos de hidrógeno del benceno siempre daba lugar a un mismo producto. Ya que todos los carbonos en el anillo eran indistinguibles entre sí en términos estructurales, era Independiente que se realizara la sustitución en uno u otro de los átomos de hidrógeno sobre el anillo, ya que siempre se obtendría el mismo producto. En segundo lugar, la estructura anular mostraba que existían justamente tres formas en las que podrían remplazarse dos átomos de hidrógeno sobre el anillo: podrían realizarse sustituciones sobre dos átomos de carbono adyacentes en el anillo, sobre dos separados por un único átomo de carbono, o sobre dos separados por dos átomos de carbono. Evidentemente, se halló que podían obtenerse exactamente 3 isómeros disustituídos del benceno.
Sin embargo, la fórmula asignada por Kekulé a la molécula de benceno presentaba un espinoso problema. En general, los compuestos con dobles enlaces son más reactivos, es decir, más inestables, que aquellos con sólo enlaces sencillos. Es como si el enlace extra estuviera dispuesto y tendiera particularmente a desligarse del átomo de carbono y formar un nuevo enlace. Los compuestos con dobles enlaces adicionan fácilmente hidrógeno u otros átomos e incluso pueden ser degradados sin mucha dificultad. Pero el anillo de benceno es extraordinariamente estable: más estable que las cadenas de carbono con sólo enlaces simples. (En realidad, es tan estable y común en la materia orgánica que las moléculas que contienen anillos de benceno constituyen toda una clase de compuestos orgánicos, denominados «aromáticos», siendo incluidos todos los restantes dentro del grupo de los compuestos «alifáticos».) La molécula de benceno se resiste a la incorporación de más átomos de hidrógeno y es difícil lograr escindirla.
Los químicos orgánicos del siglo XIX no pudieron hallar una explicación para esta extraña estabilidad de los dobles enlaces en la molécula de benceno, y este hecho los trastornó considerablemente. Este problema puede parecer de escasa importancia, pero todo el sistema de Kekulé de las formas estructurales se hallaba en peligro por la recalcitrante actitud de la molécula de benceno. La imposibilidad de explicar esta paradoja ponía en tela de juicio todo lo demás.
El planteamiento más próximo a una solución, antes del siglo xx, fue el del químico alemán Johannes Thiele. En 1899, sugirió que, cuando los enlaces dobles y los enlaces simples aparecen alternados, los extremos más próximos de un par de enlaces dobles se neutralizan entre sí de algún modo y se neutralizan recíprocamente su naturaleza reactiva. Consideremos, como ejemplo, el compuesto «butadieno», que contiene, en su forma más simple, dos enlaces dobles separados por un enlace simple («dobles enlaces conjugados»). Ahora, si se añaden dos átomos al compuesto, éstos se añaden en los carbonos de los extremos, tal como se muestra en la fórmula abajo representada. Tal punto de vista explicaba la no-reactividad del benceno, ya que los tres dobles enlaces de los anillos de benceno, al hallarse dispuestos en un anillo, se neutralizaban recíprocamente de forma absoluta.
Unos cuarenta años más tarde se halló una explicación mejor, al aplicar una nueva teoría de los enlaces químicos, que representaba a los átomos como unidos entre sí por electrones compartidos.
El enlace químico, que Kekulé había dibujado como un guión entre los átomos, aparecía ya representado por un par de electrones compartidos (véase capítulo V). Cada átomo que formaba una combinación con su vecino compartía uno de sus electrones con éste, y el vecino recíprocamente donaba uno de sus electrones al enlace. El carbono, con cuatro electrones en su capa más extensa, podía formar cuatro enlaces; el hidrógeno podía donar su electrón para formar un enlace con otro átomo, etc. Ahora se planteaba la cuestión: ¿Cómo eran compartidos los electrones? Evidentemente, dos átomos de carbono comparten el par de electrones entre ellos de forma igual, debido a que cada átomo ejerce una atracción similar sobre los electrones. Por otra parte, en una combinación tal como el H2O, el átomo de oxígeno, que ejerce una mayor atracción sobre los electrones que el átomo de hidrógeno, toma posesión de la mayor parte del par de electrones compartidos con cada átomo de hidrógeno. Esto significa que el átomo de oxígeno, debido a su excesiva riqueza en electrones, tiene un ligero exceso de carga negativa. Del mismo modo, el átomo de hidrógeno, que sufre de la deficiencia relativa de un electrón, tiene un ligero exceso de carga positiva. Una molécula que contenga un par oxígeno-hidrógeno, tal como el agua o el alcohol etílico, posee una pequeña concentración de cargas negativas en una parte de la molécula y una pequeña concentración de cargas positivas en otra. Posee dos polos de carga, por así decirlo, y por ello se la denomina una «molécula polar».
Este punto de vista sobre la estructura molecular fue propuesto por vez primera en 1912 por el químico holandés Peter Joseph Wilhelm Debye, quien más tarde prosiguió sus investigaciones en los Estados Unidos. Utilizó Un campo eléctrico para medir el grado en que estaban separados los polos de carga eléctrica en una molécula. En tal campo, las moléculas polares se alinean con los extremos negativos dirigidos hacia el polo positivo y los extremos positivos dirigidos hacia el polo negativo, y la facilidad con que esto se produce es la medida del «momento dipolar» de la molécula. Hacia principios de los años 30, las mediciones de los momentos dipolares se habían convertido en rutinarias, y en 1936, por éste y otros trabajos, Debye fue galardonado con el premio Nobel de Química.
La nueva imagen explicaba una serie de hechos que los puntos de vista anteriores sobre la estructura molecular no pudieron hacer. Por ejemplo, explicaba algunas anomalías de los puntos de ebullición de las sustancias. En general, cuanto mayor es el peso molecular, tanto mayor es el punto de ebullición. Pero esta regla muestra con frecuencia desviaciones. El agua, con un peso molecular de sólo 18, hierve a 100º C, mientras que el propano, con más de dos veces su peso molecular (44), hierve a una temperatura mucho menor, a saber, la de –42º C. ¿Cómo podía ser esto? La respuesta consiste en que el agua es una molécula polar con un elevado momento dipolar, mientras que el propano es «no polar» —es decir, no tiene polos de carga—. Las moléculas polares tienden a orientarse ellas mismas con el polo negativo de una molécula adyacente al polo positivo de su vecina. La atracción electrostática resultante entre moléculas próximas hace más difícil separar a las moléculas entre sí y, de esta forma, tales sustancias tienen puntos de ebullición relativamente elevados. Esto explica el hecho de que el alcohol etílico tenga un punto de ebullición mucho más elevado (78º C) que su isómero, el dimetil éter, que hierve a los –24º C, aunque ambas sustancias tienen el mismo peso molecular (46). El alcohol etílico tiene un elevado momento dipolar y el dimetil éter sólo uno pequeño. El agua tiene un momento dipolar aún más grande que el del alcohol etílico.
Mientras que De Broglie y Schrödinger formulaban el nuevo punto de vista de que los electrones no eran partículas claramente definidas, sino haces de ondas (véase capítulo VII), la idea del enlace químico experimentó un nuevo cambio. En 1939, el químico norteamericano Linus Pauling presentó un concepto mecánico-cuántico del enlace molecular en un libro titulado La naturaleza del enlace químico. Su teoría explicaba finalmente, entre otras cosas, la paradoja de la estabilidad de la molécula de benceno.
Pauling representó los electrones que formaban un enlace como «resonando» entre los átomos que unían. Mostró que, bajo ciertas condiciones, era necesario considerar a un electrón como ocupando una entre distintas posiciones (con diversa probabilidad). El electrón, con sus propiedades ondulatorias, puede, por tanto, ser mejor representado como dispersado en una especie de mancha, que representa el promedio de las probabilidades individuales de posición. Cuanto más homogéneamente se hallara dispersado el electrón, tanto más estable sería el compuesto. Tal «estabilización de resonancia» ocurría más probablemente cuando la molécula poseía enlaces conjugados en un plano y cuando la existencia de simetría permitía una serie de posiciones alternativas para el electrón considerado como una partícula. El anillo de benceno es plano y simétrico. Pauling mostró que los enlaces del anillo no eran en realidad alternadamente dobles y simples, sino que los electrones se hallaban extendidos, por así decirlo, en una distribución igual, que se traducía en que todos los enlaces eran iguales y todos eran más fuertes y menos reactivos que los enlaces simples ordinarios.
Las estructuras resonantes, aunque explican satisfactoriamente el comportamiento químico, son difíciles de representar en un simbolismo sencillo sobre el papel. Por tanto, todavía se utilizan de forma universal las antiguas estructuras de Kekulé, aunque ahora se entiende que sólo representan aproximaciones de la verdadera situación electrónica, y sin lugar a dudas seguirán siendo usadas en un futuro previsible.
Síntesis Orgánica
Después de que Kolbe hubo producido ácido acético, surgió, hacia 1850, un químico que, sistemáticamente y de forma metódica, intentó sintetizar las sustancias orgánicas en el laboratorio. Este fue el francés Pierre-Eugène-Marcelin Berthelot. Preparó una serie de compuestos orgánicos sencillos a partir de compuestos inorgánicos aún más simples, tales como el monóxido de carbono. Berthelot creó sus compuestos orgánicos simples aumentando la complejidad hasta que, finalmente, obtuvo entre otros al alcohol etílico. Fue «alcohol etílico sintético», pero absolutamente indiferenciable del «real», por cuanto era realmente alcohol etílico.
El alcohol etílico es un compuesto orgánico familiar a todos y, por lo general, muy apreciado por la mayoría. Sin duda, la idea de que el químico podía crear alcohol etílico a partir del carbono, aire y agua (carbón que aportaba el carbono, aire que aportaba el oxígeno y agua que proporcionaba el hidrógeno) sin necesidad de frutas o granos como punto de partida, debió de crear visiones seductoras y envolver al químico con una nueva clase de reputación como milagrero. De cualquier forma, puso a la síntesis orgánica sobre el tapete.
Sin embargo, para los químicos, Berthelot hizo algo más importante. Empezó a formar productos que no existían en la Naturaleza. Tomó el «glicerol», un compuesto descubierto por Scheele en 1778, obtenido por la desintegración de las grasas de los organismos vivos, y lo combinó con ácidos de los que se desconocía su existencia de forma natural en las grasas (aunque existían naturalmente en cualquier lugar). De esta forma obtuvo sustancias grasas que no eran idénticas a aquellas que existían en los organismos.
Así, Berthelot creó las bases para un nuevo tipo de química orgánica: la síntesis de las moléculas que la Naturaleza no podía aportar. Esto significaba la posible formación de una clase de «sustancias sintéticas» que podían ser un sustituto —quizás un sustituto inferior— de algún compuesto natural que era difícil o imposible de obtener en la cantidad necesaria. Pero también significaba la posibilidad de «sustancias sintéticas» que mejoraran las existentes en la Naturaleza.
Esta idea de aventajar a la Naturaleza de una forma u otra, más que simplemente de suplementarla, ha crecido hasta proporciones colosales desde que Berthelot mostró el camino a seguir. Los primeros frutos en este nuevo campo se obtuvieron en el terreno de los colorantes.
Los comienzos de la química orgánica tuvieron lugar en Alemania. Wöhler y Liebig eran ambos alemanes, y otros hombres de gran capacidad los siguieron. Antes de mediados del siglo XIX, no existían químicos orgánicos en Inglaterra ni siquiera remotamente comparables a los de Alemania. En realidad, las escuelas inglesas tenían una opinión tan baja de la Química que hablaban sobre el tema sólo durante las horas de comida, no imaginando (o quizá deseando) que muchos estudiantes estuvieran interesados. Por lo tanto, es fruto del azar que la primera proeza en síntesis, con repercusiones universales, fuera realmente llevada a cabo en Inglaterra.
Se produjo de la siguiente forma. En 1845, cuando el Royal College of Science, en Londres, decidió finalmente dar un buen curso de Química, importó a un joven alemán para que enseñara, este era August Wilhelm von Hofmann, de sólo 27 años en aquel entonces, y fue elegido por sugerencia del esposo de la reina Victoria, el príncipe consorte Alberto (que era de origen alemán).
Hofmann estaba interesado en una serie de cuestiones, entre ellas el alquitrán, que había estudiado con motivo de su primer proyecto de investigación bajo la dirección de Liebig. El alquitrán es un material gomoso negro, obtenido a partir del carbón cuando éste se calienta intensamente en ausencia del aire. El alquitrán no es un material muy atractivo; pero constituye una valiosa fuente de sustancias químicas orgánicas. Por ejemplo, hacia 1840, sirvió como fuente de partida de grandes cantidades de benceno razonablemente puro y de un compuesto que contenía nitrógeno denominado «anilina», relacionado con el benceno, que Hofmann había sido el primero en obtener a partir del alquitrán.
Aproximadamente 10 años después de haber llegado a Inglaterra, Hofmann se tropezó con un muchacho de 17 años que estudiaba Química en el College. Su nombre era William Henry Perkin. Hofmann tenía buen ojo para el talento y conocía el entusiasmo cuando lo veía. Tomó al joven como ayudante y lo puso a trabajar en los compuestos del alquitrán. El entusiasmo de Perkin era inagotable. Construyó un laboratorio en su propio hogar y trabajó en él tanto como en el de la Escuela.
Hofmann, que también estaba interesado en las aplicaciones médicas de la química, pensó en voz alta, un día en 1856, sobre la posibilidad de sintetizar la quinina, una sustancia natural utilizada en el tratamiento de la malaria. Por aquel tiempo, aún no habían llegado los días en que se escribieran fórmulas estructurales. Lo único que se sabía acerca de la quinina era su composición, y nadie en aquel entonces tenía la más remota idea de cuán compleja podía ser su estructura. (Hasta 1908 no se dedujo correctamente la estructura de la quinina.)
Totalmente ignorante de su complejidad, Perkin, a la edad de 18 años, se enfrentó con el problema de sintetizar la quinina. Comenzó con la aliltoluidina, uno de sus compuestos del alquitrán. Esta molécula parecía tener, aproximadamente, la mitad del número de los diversos tipos de átomos que poseía la quinina en su molécula. Unió dos de estas moléculas y añadió algunos de los átomos de oxígeno que faltaban (por adición de algo de dicromato potásico, que se sabía que adicionaba átomos de oxígeno a las sustancias químicas con las que entraba en contacto), dado que Perkin creía que de esta forma podría obtener una molécula de quinina.
Naturalmente, esto no condujo a Perkin a ningún lado. Terminó obteniendo una masa pegajosa, sucia y de color pardorrojizo. Luego intentó obtener la sustancia buscada con la anilina en vez de la aliltoluidina, y así consiguió una masa pegajosa de color negruzco. En esta ocasión, sin embargo, le pareció que contenía un cierto tinte purpúreo. Añadió alcohol al revoltijo y el líquido incoloro se convirtió en otro de un maravilloso color purpúreo. Enseguida, Perkin pensó en la posibilidad de que había descubierto algo que podía servir como colorante. Éstas siempre han sido sustancias muy admiradas y costosas. Sólo existían unos pocos colorantes buenos, colorantes que teñían los productos fabricados de forma permanente y brillante, sin desaparecer con el lavado. Éstos eran el índigo azul negruzco, de la planta índigo, y el íntimamente relacionado «gualda» por el que las Islas Británicas fueron famosas ya en los antiguos tiempos romanos; existía la «púrpura de Tiro», procedente de un caracol (así denominada, debido a que la antigua Tiro se enriqueció fabricándola; en el Imperio romano que vino posteriormente, los niños de casa real nacían en una habitación con colgaduras coloreadas con la púrpura de Tiro, y de ahí la frase «nacido entre púrpura»); y existía la alizarina rojiza, de la planta rubia («alizarina» procede de las palabras árabes que significan «el jugo»). A estas herencias de los tiempos antiguos y medievales, los ulteriores tintoreros añadieron unos pocos colorantes tropicales y pigmentos orgánicos (utilizados hoy en día sobre todo en pinturas).
Esto explica la excitación de Perkin acerca de la posibilidad de que su sustancia púrpura pudiera ser un colorante. Por la sugerencia de un amigo, envió una muestra a una empresa en Escocia que estaba interesada en colorantes, y rápidamente recibió la respuesta de que el compuesto púrpura tenía buenas propiedades. ¿Podía proporcionarla a un precio módico? Seguidamente. Perkin procedió a patentar el colorante (existieron considerables controversias acerca de si un muchacho de 18 años podía obtener una patente, pero finalmente la obtuvo), dejar la escuela y entrar en los negocios.
Su proyecto no era fácil. Perkin tenía que empezar desde el principio, preparando sus propios materiales básicos a partir del alquitrán, con un equipo diseñado por él mismo. No obstante, en el curso de 6 meses estaba ya fabricando lo que él denominó «púrpura de anilina» un compuesto no hallado en la Naturaleza y superior a cualquier colorante natural en su gama de colores. Los tintoreros franceses, que adoptaron el nuevo colorante más rápidamente que los más conservadores ingleses, llamaron al color mauve, de la malva (del latín «malva»), y el colorante fue denominado la «mauveína». Rápidamente se inició la carrera (siendo denominado algunas veces este período como la «Década Mauve»), y Perkin se hizo rico. A la edad de 23 años, era la autoridad mundial en colorantes.
Se había roto el dique. Una serie de químicos orgánicos, inspirados en el sorprendente éxito de Perkin, se dedicaron a sintetizar colorantes y muchos obtuvieron resultados positivos. El propio Hofmann dirigió su atención hacia el nuevo campo, y, en 1858, sintetizó un colorante rojo púrpura que fue denominado posteriormente «magenta» por los tintoreros franceses (entonces como ahora, los árbitros de las modas del mundo). El colorante recibió este nombre por la ciudad italiana donde los franceses vencieron a los austríacos en una batalla en 1859.
Hofmann volvió a Alemania en 1865, llevando con él su interés hacia los colorantes violetas, todavía conocidos como «violetas de Hofmann». Hacia mediados del siglo xx se hallaban en uso comercial no menos de 3.500 colorantes sintéticos.
Así pues, los químicos sintetizaban ya los colorantes naturales en el laboratorio. Karl Graebe, de Alemania, y Perkin sintetizaron la alizarina en 1869 (Graebe obtuvo la patente un día antes que Perkin) y, en 1880, el químico alemán Adolf von Baeyer elaboró un método de síntesis del índigo. (Por su trabajo sobre colorantes, Baeyer recibió el premio Nobel de Química en 1905.)
Perkin se retiró de los negocios en 1874, a la edad de 35 años, y regresó a su primitivo amor, la investigación. Hacia 1875, había conseguido sintetizar la cumarina (una sustancia existente en la Naturaleza que tenía un agradable olor de heno recién segado); constituyó el comienzo de la industria de los perfumes sintéticos.
Perkin solo no podía mantener la supremacía británica frente al gran desarrollo de la química orgánica alemana y, a finales de siglo, las «sustancias sintéticas» se convirtieron casi en un monopolio alemán. Fue un químico alemán, Otto Wallach, quien efectuó estudios sobre los perfumes sintéticos, que había iniciado Perkin. En 1910. Wallach fue galardonado con el premio Nobel de Química por sus investigaciones. El Químico croata Leopold Ruzicka, profesor en Suiza, sintetizó por vez primera el almizcle, un importante componente de los perfumes. Compartió el premio Nobel de Química en 1939 (con Butenandt). Sin embargo, durante la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña y los Estados Unidos, desprovistos de los productos de los laboratorios químicos alemanes, se vieron forzados a desarrollar industrias químicas propias.
Los logros en la química orgánica sintética se habrían sucedido en el mejor de los casos a tropezones, si los químicos hubieran tenido que depender de accidentes afortunados tales como aquel que había sido convenientemente aprovechado por Perkin. Por suerte, las fórmulas estructurales de Kekulé, presentadas tres años después del descubrimiento de Perkin, hicieron posible preparar modelos, por así decirlo, de la molécula orgánica. Los químicos ya no precisaban preparar la quinina basándose en simples conjeturas y la esperanza; tenían métodos para intentar escalar las alturas estructurales de la molécula, fase a fase, con previo conocimiento de hacia a dónde se dirigían y de lo que podían esperar.
Los químicos aprendieron a transformar un grupo de átomos en otro, mediante un proceso de alteración. A abrir anillos de átomos y formar anillos a partir de cadenas abiertas; a separar entre sí grupos de átomos; y a añadir átomos de carbono, uno a uno, a una cadena. El método específico de realizar una tarea arquitectónica particular dentro de la molécula orgánica todavía se califica con frecuencia con el nombre del químico que por primera vez ha descrito los detalles. Por ejemplo, Perkin descubrió un método de adición de un grupo de dos átomos de carbono, por calentamiento de ciertas sustancias con los reactivos químicos llamados anhídrido acético y acetato sódico. A ésta se la denomina «reacción de Perkin». El maestro de Perkin, Hofmann, descubrió que un anillo de átomos que incluía un nitrógeno podía ser tratado con una sustancia denominada yoduro de metilo en presencia de un compuesto de plata, de tal forma que el anillo se rompía y se eliminaba con ello el átomo de nitrógeno. Ésta es la «degradación de Hofmann». En 1877, el químico francés Charles Friedel, trabajando con el químico norteamericano James Mason Crafts, descubrió una forma de unir una cadena corta de átomos de carbono a un anillo de benceno, utilizando calor y el cloruro de aluminio. A ésta se le denomina ahora la «reacción de Friedel-Crafts».
En 1900, el químico francés Victor Grignard descubrió que el metal magnesio, apropiadamente utilizado, podía realizar una considerable variedad de diferentes adiciones de cadenas de carbono; presentó el descubrimiento en su tesis doctoral. Por el desarrollo de estas «reacciones de Grignard» compartió el premio Nobel de Química en 1912. El químico francés Paul Sabatier, que lo compartió con él, había descubierto (junto con J. B. Senderens) un método en el que se utilizaba níquel finamente dividido para determinar la adición de átomos de hidrógeno en aquellos lugares en los que una cadena de átomos de carbono poseía un doble enlace. Ésta es la «reducción de Sabatier-Senderens».
En 1928, los químicos alemanes Otto Diels y Kurt Alder descubrieron un método de adición de los dos extremos de una cadena de carbono a los extremos opuestos de un doble enlace en otra cadena de carbono, formando así un anillo de átomo. Por el descubrimiento de esta «reacción Diels-Alder», compartieron en 1950 el premio Nobel de Química.
En otras palabras, anotando las variaciones en las fórmulas estructurales de sustancias sometidas a una serie de condiciones y reactivos químicos, los químicos orgánicos elaboraron una serie de reglas fundamentales, cuyo número crece lentamente, sobre cómo modificar un compuesto en otro a voluntad. Esto no era sencillo. Cada compuesto y cada cambio tenía sus propias peculiaridades y dificultades. Pero las vías principales habían sido abiertas, y el químico orgánico experimentado halló claros signos hacia el progreso en lo que anteriormente parecía una jungla.
Para aclarar la estructura de compuestos desconocidos también pudo ser utilizado el conocimiento de la forma en que se comportan los grupos particulares de átomos.
Por ejemplo, cuando los alcoholes sencillos reaccionan con el sodio metálico y liberan hidrógeno, sólo se libera el hidrógeno unido a un átomo de oxígeno, no los hidrógenos unidos a los átomos de carbono. Por otra parte, algunos compuestos orgánicos tomarán átomos de hidrógeno en condiciones apropiadas, mientras que otros no lo harán. Se pone de manifiesto que los compuestos que añaden hidrógeno generalmente poseen enlaces dobles o triples y añaden el hidrógeno a estos enlaces. A partir de tal información, se originó un tipo totalmente nuevo de análisis químico de los compuestos orgánicos; se determinó la naturaleza de los grupos de átomos, más que el número y los tipos de diversos átomos presentes. La liberación de hidrógeno por adición de sodio significa la presencia de un átomo de hidrógeno unido al oxígeno en el compuesto; la adición de hidrógeno significa la presencia de enlaces dobles o triples. Si la molécula era demasiado complicada para su análisis global, podía ser escindida en porciones más simples mediante métodos bien definidos; las estructuras de las porciones más simples podían ser aclaradas y a partir de ellas deducirse la molécula original.
Utilizando la fórmula estructural como una herramienta y guía, los químicos pudieron deducir la estructura de algunos compuestos orgánicos de utilidad, existentes en la Naturaleza (análisis) y luego intentar duplicarlo o crear un compuesto algo similar en el laboratorio (síntesis). De todo ello resultó que lo raro, caro o difícil de obtener en la Naturaleza podía obtenerse a bajo precio y en cantidad en el laboratorio. O, como en el caso de los colorantes de alquitrán, el laboratorio podía crear algo qué satisficiera la necesidad mejor que lo hacían otras sustancias similares halladas en la Naturaleza.
Un caso sorprendente de deliberada superación de la Naturaleza se refiere a la cocaína, hallada en las hojas de la planta coca, que es nativa de Bolivia y Perú, pero que en la actualidad crece sobre todo en Java. Al igual que los compuestos estricnina, morfina y quinina, todos ellos mencionados anteriormente, la cocaína es un ejemplo de «alcaloide», un producto vegetal que contiene nitrógeno y que, a pequeña concentración, ejerce profundos efectos fisiológicos sobre el ser humano. Según la dosis, los alcaloides pueden curar o matar. La más famosa de todas las muertes ocurridas por alcaloides ha sido la de Sócrates, que murió a causa de la «coniína», un alcaloide presente en la cicuta.
En algunos casos, la estructura molecular de los alcaloides es extraordinariamente compleja, pero precisamente esto suscitaba la curiosidad de los químicos. El químico inglés Robert Robinson estudió los alcaloides sistemáticamente. Desarrolló la estructura de la morfina (en su totalidad salvo en un átomo dudoso) en 1925, y la estructura de la estricnina en 1946. Recibió el premio Nobel de Química en 1947, como reconocimiento al valor de su trabajo.
Robinson simplemente había desarrollado la estructura de los alcaloides usando aquella estructura como guía para su síntesis. El químico norteamericano Robert Burns Woodward se percató de ello. Con su colega y compatriota William von Eggers Doering, sintetizó la quinina en 1944. Fue la azarosa búsqueda de este particular compuesto por parte de Perkin lo que había tenido cómo consecuencia tan tremendos resultados. Y, por si es usted curioso, ésta es la fórmula estructural de la quinina:
No es raro que Perkin tropezara en ella.
Si Woodward y Von Doering resolvieron el problema, no fue simplemente a causa de sus brillantes dotes. Tenían a su disposición las nuevas teorías electrónicas de la estructura y comportamiento molecular elaboradas por hombres tales como Pauling. Woodward se dedicó a sintetizar una serie de moléculas complicadas, que hasta entonces habían representado metas inalcanzables. Por ejemplo, en 1954, sintetizó la estricnina.
Sin embargo, mucho antes de que la estructura de los alcaloides fuera dilucidada, algunos de ellos, especialmente la cocaína, merecieron un profundo interés por parte de los médicos. Se había descubierto que los indios sudamericanos podían mascar hojas de coca, hallando en ello un antídoto contra la fatiga y una fuente de sensación de felicidad. El médico escocés Robert Christison introdujo la planta en Europa. (No es la única aportación a la Medicina por parte de los brujos y herboristas de las sociedades precientíficas. También lo son la quinina y la estricnina ya mencionadas, así como el opio, la digital, el curare, la atropina, la estrofantina y la reserpina. Además.,el hábito de fumar tabaco, de mascar areca, de beber alcohol y de tomar drogas tales como la marihuana y el peyote son todos ellos hábitos heredados de sociedades primitivas.)
La cocaína no era simplemente un productor de felicidad general. Los médicos descubrieron que liberaba al cuerpo, temporal y localmente, de las sensaciones dolorosas. En 1884, el médico estadounidense Carl Koller descubrió que la cocaína podía ser utilizada como un analgésico local cuando se aplicaba a las membranas mucosas en torno al ojo. Las operaciones oculares pudieron efectuarse entonces sin dolor. La cocaína también pudo utilizarse en odontología, permitiendo que se extrajeran los dientes sin dolor.
Esto fascinó a los médicos, pues una de las grandes victorias médicas del siglo XIX había sido aquélla obtenida sobre el dolor. En 1799, Humphry Davy había preparado el gas «óxido nitroso» (ON2) y estudiado sus efectos. Halló que el inhalarlo eliminaba las inhibiciones de tal modo que las personas que lo habían respirado reían, lloraban o actuaban alocadamente. De ahí su nombre de «gas hilarante».
Hacia 1840, un científico norteamericano, Gardner Quincy Cotton, descubrió que el óxido nitroso hacía desaparecer la sensación de dolor y, en 1844, el dentista también del mismo país, Horace Wells, lo utilizó en odontología. Por aquel entonces, algo mejor había entrado en escena.
El cirujano estadounidense Crawford Williamson Long, en 1842, había utilizado el éter para hacer dormir a un paciente durante una extracción dental. En 1846, un compatriota de Long, el dentista William Thomas Green Morton, efectuó una operación quirúrgica utilizando éter, en el Hospital General de Massachusetts. Morton, por lo general, ha merecido los honores del descubrimiento, debido a que Long no describió su proeza en las revistas médicas hasta después de la demostración pública de Morton, y las demostraciones públicas anteriores de Wells con el óxido nitroso habían sido sólo éxitos vistos con indiferencia.
El poeta y médico norteamericano Oliver Wendell Holmes sugirió que a los compuestos que suprimían el dolor se los denominara «anestésicos» (de las palabras griegas que significan «sin sensación»). Algunas personas en aquel entonces creían que los anestésicos eran un intento sacrílego de evitar el dolor infligido a la Humanidad por Dios, pero, si alguna cosa se necesitaba para hacer a la anestesia respetable, fue su uso, por el médico escocés James Young Simpson, en la reina Victoria de Inglaterra, durante el parto.
Finalmente, la anestesia había elevado a la cirugía desde una carnicería realizada en una cámara de tortura hasta algo que, al menos, tenía una apariencia humana, y, con la adición de las condiciones antisépticas, hasta incluso como salvador de vidas. Por este motivo fue seguido con gran interés cualquier nuevo avance en la anestesia. La especial atención mostrada hacia la cocaína era debido a que se trataba de un «anestésico local», que suprimía el dolor, en una zona específica, sin producir una inconsciencia y falta de sensación general, como ocurría en el caso de «los anestésicos generales» tales como el éter.
Tomado de: Asimov Isaac. Introducción a la ciencia (vol. II) Ediciones Orbis, S. A. Distribución exclusiva para Argentina, Chile, Paragua y, Perú y Uruguay. HYSPAMERICA 1973.
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